miércoles, 13 de enero de 2016

Tomando café

La hora del café es un invento, o creación, o costumbre, que deberíamos de celebrar. De hecho yo lo hago. Su preparación para mí es toda una liturgia. No sé por qué pero a mí me gustan más los cafés que yo preparo que los que me preparan los demás. Busco la cafetera, echo el agua suficiente y a por la caja del café. La abro, olfateo su aroma inconfundible y al fuego. Luego a esperar el bullir del agua dentro de la cafetera. Ya va llegando el momento de estar a punto para recrearme con mi estimuladora bebida. Suelo tomar café dos veces al día, en el desayuno y después de la comida. Y lo tomo solo. Es decir, sin añadirle leche, ni limón, ni tan siquiera azúcar. Es este un hábito que retomé en el verano del año pasado. Siempre me encantó el olor, casi balsámico, de esta bebida. A ciencia cierta ignoro por qué dejé de tomarlo. Mi memoria se pierde en el tiempo tratando de recordarlo. Bien es cierto que he buscado y husmeado por acá y por acullá las posibles propiedades que pudiera tener tan atractivo producto. Y lo que he encontrado es más favorable que desfavorable. Sabiendo, a ciencia cierta, que muchos estudios son pagados por grandes compañías para tener un excelente atractivo de cara a los consumidores. Viene a ser como las Bolsas en el plano económico (y permítaseme la digresión). Por ejemplo, llega Draghi y dice que la economía de tal país progresa en valores no muy satisfactorios (esta frase me la he inventado yo para que percibáis el lenguaje críptico que se gasta en estos sectores), y al día siguiente la Bolsa del referido país sufre una caída inevitable en sus indicadores económicos.
Pues, más o menos, los estudios sobre cualquier otro producto depende, en gran medida, de la confianza que le otorguen ciertas personas, generalmente expertos en la materia.
Y, como mi café, tomado sorbo a sorbo, se va enfriando, os dejo aquí para otra próxima ocasión.

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