domingo, 13 de marzo de 2022

Los vocingleros

 



Seguro que te has topado -estimado lector, estimada lectora- en más de una ocasión con alguno de esos gruñidores, escandalosos, gritones, vociferantes que no solo parece que la calle es suya (la calle, el bar... lo que se tercie, vamos) y como dueños absolutos que se creen de estos espacios comunales, lanzan sus bramidos, sus berridos -por mejor decirlo- a los cuatro vientos. Es su forma de indicarte: "Aquí estoy yo". Deseando de que te enteres de su bajo, de su nulo coeficiente intelectual. Es, son, el clásico charlatán de feria en el sentido más peyorativo de la acepción. Tú estás esperando tu turno en la calle, en la consulta del médico, valga de ejemplo. Allí te toparás, cómo no, con alguno de estos fulanos a los que me estoy refiriendo. Y parecen ufaneros, y hasta orgullosos de que les esté oyendo no solo la calle, sino todo el barrio, e incluso de que se entere toda la localidad de la cantidad de sandeces que están profiriendo. No es el saludo con el amigo o conocido con el que te encuentras en la vía pública y departes con él durante unos instantes. No. El vocinglero, los vocingleros, gustan de estar media hora, una hora, hora y media, e incluso más si viene al caso. Los que le rodean, si lo habéis observado, y claro que los habéis observado, ponen tierra de por medio y se apartan discretamente unos, y con cierto desprecio otros, de esta jauría de descerebrados. ¿Desean demostrar lo cazurros que son? Pues, ¡bingo!, ya lo han demostrado.

Hace no mucho tiempo me reuní con una amiga para comer en un restaurante. Nos sentamos en una mesa al fondo del comedor. Y ya sentados, comienzo a oír a uno que creí que era uno de los camareros. Pues no. Era, como ya habréis adivinado, el "pregonero" del comedor. Como nosotros habíamos entrado al comedor cuando el interfecto y acompañantes estaban servidos, pensé que terminarían y se irían antes de que nosotros hubiéramos comido. No fue así. Allí estábamos dieciséis o diecisiete comensales. Pero solo se le oía a él, por supuesto. Al final terminamos de comer antes que el fulano. Y para demostrarle lo "simpático" que me había caído, sin levantar la voz, pero para que me pudiera escuchar, le dije a mi acompañante: -Claro, y te toca el cuñao sabelotodo y te da la comida. Oye, mano de santo, como se suele decir. El cuñao se calló al instante y no volvió a abrir la boca. Es más, al pasar al lado de su mesa, una de las comensales que le acompañaban me miró con una sonrisa cómplice. Ahí le has dado, me estaba comunicando.

En fin, todo esto que os relato tiene como conclusión que se puede poner a cada uno en su sitio. Muy educadamente, eso sí, pero a cada uno, lo suyo.

lunes, 7 de marzo de 2022

Waldo Santos

 


Tuve la fortuna de conocer a Waldo por mediación de mi padre a quienes les unía una fuerte amistad desde la niñez. Waldo era poeta, abogado, pensador y unas cuantas cosas más, propias de un verdadero intelectual. Yo hablaba con Waldo, ya digo, cuando íbamos mi padre y yo a su casa a visitarle. Waldo tenía amigos, muchos amigos, de toda clase, condición e ideología. Era un referente no solo a nivel local, sino también a nivel nacional. Aparte, claro está, de los seguidores que tenía más allá de nuestras fronteras.

Pasados unos años mi relación con él fue en aumento. Él frisaba los 80 años. Se acomodaba, en las tardes soleadas de otoño, en los tabiques situados en el colegio infantil que estaba enfrente de su casa. Este hecho me facilitó mucho la comunicación con el poeta. Yo, estudiante universitario y con inquietudes literarias, camino del Colegio Universitario de la ciudad, me encontraba con él. Nos saludábamos ya con la amistad forjada desde años atrás, como he comentado más arriba. Waldo portaba los atributos de la sabiduría: la barba, la capa y el bastón. Por lo que su presencia resaltaba, aún más, si cabe. Cuando conversábamos yo miraba sus ojos profundos e intensos. También, a través de su mirada, hasta intuía lo que en aquellos momentos bullía en su mente. A veces, cuando le formulaba alguna pregunta enrevesada, guardaba silencio y miraba a lo lejos, como quien mira al infinito. Ya dije anteriormente, que Waldo tenía una miríada de amigos, pero aquellos momentos inolvidables eran solo para mí. Allí, aposentado en la soledad de los tabiques enfrente de su morada.

Una tarde ya no apareció en el lugar acostumbrado, ni la siguiente, ni la siguiente. Me temí lo peor, claro. Waldo había enfermado gravemente. El triste desenlace resultó su fallecimiento. La consternación en la ciudad se palpaba. Y su funeral, obvio es decirlo, fue multitudinario.

Únicamente añadir que mi padre tenía varios libros dedicados con su firma hológrafa, y de los cuales guardo un ejemplar como un verdadero tesoro.

Hoy me acordé de ti, Waldo, amigo. 

sábado, 5 de marzo de 2022

Pensamientos en mi mesa de escritorio

 



Finalizada la mañana, mañana más que intensa la de hoy, primer domingo de marzo, y después de poner en completa acción piernas, brazos y cuerpo por subidas, bajadas, vuelta a subir y vuelta a bajar entre callejuelas, carreteras, calles, semicalles y paracalles. Vamos, que me lo he currado (como siempre, pensará quien me siga en este mi blog). Y después de lo anteriormente escrito, como iba diciendo, me siento a disfrutar de lo que realmente me apasiona. Compruebo, ya lo sabía yo de sobra, pero lo compruebo, no obstante, ya que bien pudiera ser que mi ordenador cerebral errara. Y entro en mi página web -esta misma- y efectivamente llevo dos artículos desde comienzo de año. Es decir, uno en enero, y otro en febrero. Por lo que, dado que estamos a comienzo del mes de marzo, toca el tercero. De cajón, ¿no? Mira que os lo pongo fácil.

Y mientras escribo, ideo, resuelvo, en una palabra: creo. Creo de creador, claro está. A propósito de esto que estoy comentando, recuerdo que una vez en clase de informática, hace siglos (ayer, como quien dice) el profesor dirigiéndose a mí comentó: Aurelio es un creador. Mi autoestima, que ya de por sí está por las nubes, ascendió al nivel galaxia Orión. Y siguiendo con el tema de profesores, tenía yo uno que nos daba clases de una asignatura de sociología. Aclaro, el profe no era sociólogo, ni mucho menos, pero nos daba la clase. Recuerdo que era un auténtico cabrón. Lo que sí aprendí de él fue su sonrisa. Cuando terminaba las clases, sabiendo que estábamos pensando los alumnos que era un perfecto hijo de puta, salía del aula con una sonrisa sarcástica y enigmática a la vez. ¿Qué nos quería decir con dicha sonrisa? Os lo explico brevemente. Vosotros (mensajito sin decir ni una sola palabra) reíros, reíros, y llamadme de todo, ya veréis cuando os lleguen las notas. Y, efectivamente, cuando llegaban las notas el ochenta por ciento de la clase suspenso. Era un auténtico bastardo, sí, pero también, no me duelen prendas decirlo, un  verdadero crack.

Como el tiempo apremia y voy con el horario justo para cumplir con mi agenda, doy por rematado este artículo. Nos vemos, o nos leemos, o vete tú a saber.